Fernando Zamora Castellanos
Gloria Alvarez es una locuaz presentadora de tv guatemalteca que promociona videos de crítica política en la web. En ellos expone una visión reduccionista del populismo, pues para ella, ése es un fenómeno exclusivo de la izquierda estatista. Se equivoca. El populismo es mucho más que la enfermedad de un determinado credo político, pues como sutil herramienta estratégica, es indiferente a la ideología de quien la utilice. El populismo es una trama cuyo objetivo es tomar el poder por vías engañosas. Es una sociopatía política ideológicamente neutra, que puede ser aplicada por personajes de cualquier espectro del mosaico doctrinario. Amerita delimitar los parámetros generales que delinean al populismo, de modo que el ciudadano tenga mejores elementos de discernimiento para detectar esta suerte de patología. Lo primero que se debe advertir, es que la semilla que da origen al populismo es el ego. Al provenir de una vocación narcisista, o de una propensión vanidosa sobre uno mismo, las intenciones que motivan al caudillo populista nunca son genuinas. La inspiración auténtica del líder no proviene del ego sino del ideal, y por tanto, del espíritu. El idealista confronta la adversidad en virtud de las visiones anticipadas que tiene acerca de alguna mayor perfección con la que sueña. No se trata de un fenómeno exclusivo de la política. La historia registra idealistas en cada área del quehacer humano; por ejemplo la santidad es un tipo de idealismo de la moral espiritual. El ególatra es su antítesis. A éste último no lo inspira la convicción de una posible perfección venidera, sino una enfermiza ansiedad de protagonismo y poder. Por antonomasia, es un sociópata disfrazado de prohombre.El segundo elemento a destacar es que el populismo es esencialmente una maquinación. Como se estila decir en derecho criminal, el populista actúa con alevosía, premeditación y ventaja. Por eso, de previo a asaltar el poder, siempre urdirá un plan conspirativo. De ello hay múltiples ejemplos en la historia. Hitler, -el ególatra prototípico-, subrepticiamente mandó a quemar el Reichstag. Una vez que el edificio era cenizas, culpó del incendio a la oposición política, ordenó ejecuciones sumarias de inocentes, e inmediatamente proscribió toda disensión. Otra triste ilustración es el asalto de 1992 al Palacio Miraflores. Los cronistas Barrera y Marcano, biógrafos de Hugo Chávez, refieren que él astutamente delegó en dos capitanes el arriesgado ataque frontal a la sede gubernamental. Si bien Chávez azuzó al grupo de rebeldes que intentaron la asonada, cobarde y convenientemente se ubicó en una posición segura, para garantizarse no estar entre quienes serían carne de cañón. Aunque era obvio que así la intentona no tendría éxito, la obra teatral le permitió fingirse héroe ante toda Venezuela. Siete años después conquistó la victoria electoral. Este tipo de conducta es usual en el sociópata que con desesperación busca el poder. Para alcanzarlo a cualquier precio, es un actor que se asegura el rol estelar de la trama que monta.
Como en el populista todo es montaje, parte de su taumaturgia son las arengas y peroratas cargadas de grosera manipulación y furibundo maniqueísmo. Al populista le es imposible conquistar el voto del ciudadano culto e informado. Por eso se ve obligado a dirigir sus invectivas hacia las almas simples y resentidas. Así el sociópata nunca proclama lo que responsablemente el ciudadano debe escuchar, sino que enardece lo que las pasiones codician oír. Sus diatribas son quimeras para mentes ilusas. Recuerden que su objetivo no es construir cultura, ni engrandecer la civilización de las sociedades a las que aspira dirigir, sino tomar el poder a cualquier precio. Y conservarlo. Aristóteles fue el primer pensador en analizar el fenómeno y definió la patología populista bajo un concepto: demagogia. El filósofo llamó demagogo a lo que hoy denominamos populista, y lo definió como aquel que incita las bajas pasiones de los ciudadanos -sus prejuicios, temores y anhelos-, para dirigirlos hacia sus propios objetivos políticos, los cuales siempre derivan en autoritarismo y quiebra de las instituciones republicanas. En esencia, la demagogia es una manifestación decadente de la democracia. Su arma es la verborrea autoritaria y las distintas formas de falacia. Y aunque las estrategias pueden ser diversas, usualmente apela a un patrón habitual dentro de su discurso. Veamos.
Podríamos resumir la retórica populista en cuatro características básicas: a) cambia sus posiciones con facilidad y en razón exclusiva de objetivos inmediatos. No me refiero a la reversión reflexiva de criterio, a la que todo estadista sensato puede recurrir. Me refiero a la actitud cínica que tiene el objetivo de acomodarse a los vaivenes del capricho popular. Al mejor estilo del comediante Groucho Marx: “estos son mis principios, pero si no les gustan, ¡tengo estos otros!”, b) la sistematización desde el poder de un discurso implacable y altamente ofensivo contra todo aquello que estorbe su camino. Es una diatriba que azuza las disensiones y disconformidades que yacen en el “subsuelo psíquico” de los sectores marginales, (por ejemplo el nazismo explotó la fórmula a costa de las minorías étnicas), c) al tener vocación autoritaria, la retórica populista apela al ataque y desprestigio de las instituciones democráticas. Si éstas entran en crisis, como está sucediendo aquí hoy, lejos de promover un discurso responsable de reforma y corrección, el demagogo incita invectivas agresivas contra los poderes que resguardan los equilibrios sociales. Requiere romper la armonía cívica, pues es un oportunista que “pesca en río revuelto”. Finalmente, d) la soflama de la sociopatía demagógica siempre es grandilocuente. Como el populista finge ser mesías, necesita apelar a un futuro mesiánico y refundacional. En sus peroratas, usualmente invoca conceptos como “reconstrucción nacional”, “revolución”, “nueva constitución”, “refundación del país” y todo género de altisonancias de esa ralea. Al final del camino, todo es un señuelo para simular ser el redentor que viene a revertir la decadencia. Un caso reciente fue la estrategia de Maduro para desarticular la resistencia popular en su contra. Su sermón le hacía creer a la famélica ciudadanía venezolana que, para traer el Edén a Venezuela en un santiamén, bastaba cambiarle el texto a la Constitución.
Abogado
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