Discurso en la 40° graduación de la Universidad Internacional de las Américas
San José, 20 de marzo 2003
Luis Guillermo Solís Rivera
INTRODUCCIÓN
Agradezco vivamente el honor que se me ha conferido al invitarme a esta importante actividad académica. La oportunidad de hablar ante un grupo de graduandos, de sus familias y maestros siempre es motivo de alegría, pues esta noche se culminan muchos sueños y se concretan muchas aspiraciones. También se abren puertas hacia el porvenir y se imaginan derroteros nunca antes recorridos. A partir de hoy florecerán nuevos jardines y se emprenderán inéditas jornadas hacia los espacios siempre anchurosos de la Vida. Por eso debemos estar gozosos; de eso tenemos que estar agradecidos.
1. VIVIMOS EN UN MUNDO DE RIESGOS Y OPORTUNIDADES
Es un lugar común decir que vivimos en tiempos extraordinarios; tiempos signados por el cambio y por la turbulencia. Desde hace ya tres lustros, la Humanidad salió dando tumbos del orden bipolar y se zambulló en un mar dominado por el temor y el escepticismo. Hace apenas pocas horas, el mundo ha entrado en una fase bélica en la que, nuevamente, veremos la peor cara de nuestra propia naturaleza. Es la presente guerra, como todas las guerras, una en la que sufrirán más los más débiles; una guerra que, perversa como todas las guerras, será también devastadora como pocas en la historia reciente debido a los avances tecnológicos que serán utilizados en el campo de batalla, y por la evidente asimetría entre los combatientes.
Pero peor aún, la guerra que estalló es el preludio de un nuevo des-concierto internacional en el cual –para tragedia del mundo- se ha resquebrajado, quizá para siempre, el orden multilateral que le dió soporte a la paz en la segunda posguerra. En efecto, el unilateralismo aplicado por los EEUU y sus aliados en este caso, sumado a la invocación del ilegal principio de la guerra preventiva como sustento a una acción militar emprendida contra –y a pesar de- la voluntad mayoritaria del Consejo de Seguridad, de los principios del Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas y de la letra de la resolución 1441, constituye una amenaza sin precedentes a la paz universal.
En ese sentido, la decisión de los EEUU de ir a la guerra en Irak bajo estas condiciones también es una amenaza a la seguridad nacional de Costa Rica, nación que depende exclusivamente del Derecho Internacional para su protección. De allí que me parezca tan deplorable, tan insólito y tan triste que, pese a las múltiples solicitudes cursadas a ese respecto, el gobierno de Costa Rica haya declarado su apoyo a la intervención militar en Irak pese a ser ilegal. Lamento tener que decir (como es obligatorio para un universitario en un evento universitario) que a estas alturas hemos pecado, si no por acción, al menos por omisión. El gobierno de Costa Rica no podía apoyar este atropello y sin embargo, lo suscribió. El gobierno de Costa Rica no podía mirar impávido una violación tan flagrante del Derecho Internacional, y sin embargo no lo condenó. El gobierno de Costa Rica no debió dudar; no debió ser oportunista; no debió –otra vez- ser errático. Y sin embargo, tuvo miedo. Por eso, aunque ya es tarde para enmendar lo que no se hizo, el pueblo de Costa Rica ahora tendrá que ser el protagonista –en la calle y de manera pacífica y cívica- del rescate de nuestra dignidad como nación amante de la paz.
Pero aún en medio de este desolador panorama, debemos ser optimistas. Ese mundo lleno de acechanzas y de temores, también es uno de oportunidades sin precedentes para las nuevas generaciones de profesionales como los que hoy se gradúan de esta universidad. El conocimiento que fabrica bombas nunca antes imaginadas, también ha logrado desarrollar sistemas informáticos capaces de enlazar a la Humanidad en fracciones de segundo. La tecnología que vuelve más letal a la guerra, también es capaz de darle más salud y mejor calidad de vida a los pueblos menos desarrollados del Planeta. El desorden geopolítico que llevó al unipolarismo imperial, también ha producido libertad y creatividad en mercados que son cada vez más abiertos, en los que –al menos teóricamente- se podrían fraguar nuevas oportunidades de prosperidad para productores y consumidores eficientes y atrevidos.
En efecto, la globalización ha acelerado el acceso a nuevo conocimiento y el desarrollo de los procesos cognitivos. También ha hecho que nuestros jóvenes, en términos generales, se encuentren bastante bien informados sobre el presente y tengan una visión de las cosas que podría denominarse “más universal”. Debería ilusionarnos el hecho de que, gracias a las tecnologías de punta, se hayan abierto más y mejores avenidas de comunicación interpersonal y que los patrones de socialización se hayan dinamizado en términos nunca antes imaginados.
Por eso es que, si bien no es posible ignorar las amenazas del actual contexto, tampoco es aconsejable no valorar las oportunidades que ofrece incluso a los factores más débiles del mundo. No se puede ignorar la realidad ni se puede condenar a la Humanidad al estancamiento. Tampoco se debe vivir atado al fatalismo, ni presuponer que todo mañana será peor. Si se quiere progresar, hay que arriesgar y para arriesgar sin morir en el intento, es necesario ser inteligentes y ver más allá del limitado horizonte de nuestra propia inmediatez. Ante todo, creo que hay que aprender de la Historia para leer el presente de nueva manera, y para imaginar el futuro en nuevos términos.
2. LA EDUCACION ES LA CLAVE
Pocas actividades nos imprimen tanto carácter como la educación. Gracias a ella se reproduce, mejora y transmite el conocimiento; gracias a ella los grupos sociales, independientemente de su estadio de desarrollo material, perpetúan su cultura y preservan sus valores. La educación como proceso deliberado y sistemático que se realiza en el seno de una comunidad, valga decir, como ejercicio que no sólo garantiza la supervivencia por medio de la repetición de actos destinados a la satisfacción de necesidades básicas, sino que permite tanto la adopción –por medio del aprendizaje- de prácticas productivas y sociales cada vez más exitosas como la progresividad en el desarrollo del conocimiento, es la marca más indeleble de nuestra humanidad.
En el actual mundo de relaciones globales, quizá más que nunca antes, la educación sigue siendo la clave esencial de nuestra condición humana. En un universo cada vez más dominado por máquinas y por redes virtuales, en donde la rapidez de los intercambios y la aceleración del “tiempo real” han modificado de manera terminante y dramática los procesos de socialización, la educación sigue brillando como uno de los pocos espacios para el ejercicio humanístico. Un ejercicio que hay que entender no sólo en una dimensión valorativa (es decir, propia del ámbito de los principios esenciales o si se quiere, éticos, que configuran la razón de ser de todas las culturas y civilizaciones, independientemente de consideraciones étnicas, espaciales o religiosas), sino también y de manera principal, en términos estructurales más bien referidos a la forma como dichas culturas y civilizaciones se organizan, producen riqueza, la distribuyen y se prolongan en el tiempo.
Podría haber en esa visión algo de utilitarismo materialista, algo de pragmatismo irredento. No necesariamente. Ya sea en una escuela unidocente en Upala o en una clase virtual en San José; ya sea en el marco de un currículum a distancia impartido vía internet desde Holanda o Barcelona, o en la estrechez de la pizarra y tiza bajo un baobab en Nigeria o la República del Congo, el acto educativo sigue siendo una marca espiritual imborrable que, no obstante su trascendencia, sólo vale en el tanto crea –y recrea- individuos con capacidad para cambiar la conducta y, por ése medio, capaces de cambiar su entorno, su país, su región y en última instancia, el mundo entero.
Esto es especialmente cierto en lo que respecta a la enseñanza de nuevo conocimiento en entornos democráticos, donde el aprendizaje debe acompañarse, indefectiblemente, de una noción creciente de ciudadanía; un espacio en donde el alumno deja de ser un número y se convierte en un sujeto transformador de la realidad, de su realidad y de la realidad de los demás. En un sujeto que refleja críticamente los valores, actitudes y destrezas de la escuela en su vivencia cotidiana y que logra, por medio de acciones concretas, trasladarlos a un entorno nuevo, cualitativamente mejor que el precedente.
3. LA RESPONSABILIDAD DE EDUCAR
Por eso es que la responsabilidad de educar, especialmente en tiempos de globalización, no puede concebirse al margen de lo político o prescindiendo de un marco conceptual armónico con una visión específica de Estado y de sociedad. Debe reflejar con toda claridad una forma de organización que no puede estar alejada de ciertos principios ordenadores cuyo objetivo final, en mi criterio, debe ser la construcción de una sociedad de oportunidades crecientes para el mayor número. Una sociedad en la cual Estado y mercado generan círculos virtuosos de interacción productiva. Una sociedad compasiva pero que se construye sobre criterios de excelencia profesional y sostenibilidad ambiental. Una sociedad que se entiende solidaria tanto como libérrima y responsable de preservar la iniciativa individual. Una sociedad libre de la corrupción, la discriminación y el populismo, y que en esa medida es orgullosa y no tiene miedo de llamarse justa.
Semejante aspiración, que siendo profundamente costarricense no es muy distinta a la que debería orientar a todos los sistemas educativos en las sociedades democráticas de menor desarrollo relativo de todo el mundo, especialmente en tiempos de globalización, debería partir de al menos cuatro condiciones indispensables.
La primera, en un contexto de recursos que son escasos y están muy inequitativamente distribuídos, nos remite obligatoriamente a optar por los más débiles, por cerrar la brecha enorme entre los que tienen y los que no tienen; entre los que están conectados al mundo del conocimiento y la tecnología, y quienes están al margen de las autopistas de información y languidecen en el desierto del subdesarrollo. Semejante escogencia estratégica tiene que ser maximalista. Es decir, no puede satisfacerse con metas de corto alcance que, en la práctica, perpetúan la existencia de un sistema educativo público, en todos los niveles, de segunda categoría.
Para Costa Rica, debería significar por ejemplo que en los próximos quince años todos los estudiantes de escuelas públicas de nuestro país deberían tener acceso a formación de buena calidad en una segunda lengua; que en diez años se logre que todos los jóvenes menores de 30 años hayan completado su educación secundaria; y que en cinco años, todos nuestros estudiantes hayan recibido entrenamiento en el uso adecuado de equipo de cómputo que les permita ejercer, con creatividad, responsabilidad y claro sentido de la oportunidad que representa el acceso a recursos informáticos, una ciudadanía activa y económicamente provechosa.
La segunda condición es aumentar el conocimiento por medio de planes de estudio rigurosos que simultáneamente estimulen el desarrollo del pensamiento creador y crítico de los estudiantes. Encontrar ese adecuado balance entre conocimiento y capacidad reflexiva constituye un reto significativo, en especial en un país como el nuestro, en el que por demasiado tiempo se apostó a la repetición como medida de éxito pedagógico. Sin embargo ello es posible y, de lograrse, permitiría superar un cierto empantanamiento cultural dominado por el “facilismo”, la medianía en los criterios de excelencia, y sustituirlo por una vigorosa visión en donde los estudiantes adquieran dos conductas de enorme valor cívico: el gusto por el aprendizaje y el desarrollo de un espíritu emprendedor que facilite y promueva el pensamiento estratégico.
La tercera condición tiene que ver con la eliminación de aquellos elementos que generan desigualdades y que, en lo fundamental, están a la base de las brechas entre la educación pública y la educación privada; entre la escuela rural y la urbana; entre las escuelas urbanas mismas dependiendo de los niveles de ingreso de los lugares en donde se ubiquen o entre los alumnos con algún grado de discapacidad y quienes no lo tienen. Semejantes desigualdades, que en el fondo reflejan la existencia de una sociedad que discrimina y margina, constituyen una seria amenaza para la democracia costarricense. Esto no tanto por la implícita violación a los Derechos Humanos que conllevan, sino porque en última instancia fracturan la urdimbre social y con ello crean “sociedades” múltiples, invertebradas y ajenas las unas de las necesidades y demandas de las otras y que se constituyen, con gran facilidad, en incubadoras de ingobernabilidad.
Finalmente, creo que se impone un esfuerzo mayor por rescatar lo ético como eje articulador de la educación nacional. No es concebible, a este respecto, seguir promoviendo valores que apartan a nuestros jóvenes de una noción de país en donde la responsabilidad del ciudadano y de la ciudadana –sus deberes tanto individuales como colectivos- se aparten de un claro entendimiento del bien común. Esto conlleva la adopción de metodologías que permitan que la gente se sensibilice sobre su entorno, desde el microcosmos municipal –en donde la presencia del habitante es más visible- hasta el ámbito universal en donde la contribución individual es más testimonial pero igualmente trascendente.
Este desafío me parece de especial importancia frente a un sistema global en donde la persona y su dignidad, se han desfigurado y diluído en un mar de consumismo y competitividad descontrolados. Siento que nuestra educación debería formar a individuos capaces de entenderse, a un tiempo, como ciudadanos y ciudadanas del país y del mundo. Ciudadanos y ciudadanas conscientes de que su papel no termina ni en la esfera biológica reproductiva (como todavía pareciera ser la creencia en las sociedades agrarias), ni en el proceso de generación de plusvalía –aún si su apropiación les genera riqueza y bienestar material desbordantes (como ocurre con los jóvenes profesionales en las sociedades capitalistas de casi todo el mundo).
CONCLUSION: EDUCAR PARA LA LIBERTAD
Hace apenas unos días, Nicholas D. Kristof, columnista del New York Times nos deleitó con un magnífico opúsculo sobre lo que él llamó “la palabra de Casandra” a propósito de la guerra en Irak. En su artículo, Kristof recodaba la extraordinaria saga de griegos y troyanos tal y como se recogió por Homero en “La Ilíada” y la importancia de aprender de las lecciones de las guerras del pasado para no cometer errores en las del presente.
Aunque la educación poco tiene que ver con la guerra en Troya, la muerte de Héctor y de Aquiles, o la arrogancia de Agamemnón, la historia sí encierra una moraleja importante en lo que respecta a la dificultad que muchas veces tenemos los pueblos para escuchar y acatar las advertencias de los escépticos. Así como Casandra recomendó desconfiar de los regalos de los griegos, hoy también nosotros deberíamos guardarnos de quienes ven en el mundo de la era global una página en blanco sobre la cual sólo queda por escribir una nueva trama. Semejante presunción, que constituye una amenaza tan grande como la que en su momento fue el Caballo de Troya, no debería hacernos bajar la guardia, especialmente en momentos en que ha aumentado tanto nuestra vulnerabilidad.
De allí la importancia de recordar que, al final de cuentas, la principal tarea de la educación democrática es prepararnos en libertad para vivir la libertad. En este sentido, todo el esfuerzo educativo que emprendamos, independientemente de la metodología que utilice o los presupuestos epistemológicos de que se origine, debería ser en última instancia, un hermoso viaje hacia el descubrimiento de las potencialidades humanas. Un hermoso viaje que, siendo como lo es de ida y sin retorno posible, ha de constituir también una oportunidad para la transformación de la sociedad y el mejoramiento de la calidad de vida de quienes la conforman. Una ocasión para hacer la paz, para alcanzar horizontes cada vez más llenos de justicia y para construir, en cada corazón, un hogar para la esperanza.
MUCHAS GRACIAS
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