Sobre la igualdad
Enrique Obregón V.
Todos los demócratas del mundo pensamos que la democracia debe proporcionar una necesaria igualdad social. Pero las discrepancias se presentan cuando deseamos encontrar una definición universalmente admitida sobre la igualdad. Desde un punió dé vista jurídico, hemos escuchado, desde hace más de dos siglos, que todos los hombres nacemos iguales y que la ley debe proteger esa condición. Entonces se habla de la igualdad ante la ley. Pero, ¿ qué quiere decir esta igualdad? Sencillamente que la ley se aplica para todos de manera imparcial, y no que todos han de recibir partes equivalente.Si una ley establece que unos pueden recibir más que otros -como podría suceder, y sucede, con impuestos injustos – esa regla de distribución da trato igualitario al que beneficia y al que perjudica, si la ley se aplica de manera imparcial.
Negros y blancos
En ciertas democracias occidentales han existido leyes que regulan tratamiento distinto, por ejemplo, entre negros y blancos, al limitar el derecho de votar solamente para los blancos. Entonces, por ley, los negros no pueden votar. Si esta ley se aplica, interpretándola correctamente, el trato es igualitario porque hay total imparcialidad en la aplicación de la ley. El blanco, al votar, y el negro, al no poder hacerlo, son iguales ante la ley, porque eso es, precisamente, lo que la ley establece.
Este ejemplo nos presenta un cuadro sumamente objetivo de las muchísimas diferencias sociales que se desprenden de las leyes en una democracia como privilegios y oportunidades ~ que unos tienen y otros no. De esta manera, el buen gobernante y el buen juez, al aplicar la ley, son imparciales, ratifican la igualdad ante la ley, pero la ley, por sí misma, puede ser parcial, es decir, injusta y falta de equidad.
Hay desigualdades naturales, físicas e intelectuales, y desigualdades que la convivencia va marcando y que podríamos llamar sociales. A la vez, como principio democrático, deseamos satisfacer las necesidades fundamentales de manera igualitaria. Se piensa en la igualdad de oportunidades para llegar a la igualdad de la satisfacción de las necesidades básicas. Pero las personas son desiguales por naturaleza y por desarrollo social. La desigualdad es un hecho que no puede evitar. En consecuencia la desigualdad natural y social solamente puede equilibrarse con la ley desigual. No puede haber justicia con leyes iguales para sociedades desiguales.
Distribución desigual
De esta manera, podemos hablar de una mayor igualdad ante la ley, cuando ésta sea desigual, o sea, de mayor protección a los sectores más necesitados. Así, habría mayor equilibrio cuando reafirmamos el principio de igualdad ante la ley si ésta se manifiesta desigual.
La democracia moderna debe aceptar que si existe una distribución desigual por naturaleza y por desarrollo social, el Estado debe intervenir imponiendo leyes de distribución desigual, para lograr equilibrios de justicia y equidad.
El juramento constitucional que se impone a los gobernantes de cumplir fielmente la Constitución y las leyes es una obligación eminentemente regresiva y conservadora, al no existir, al mismo tiempo, un juramento que le obligue a luchar por la transformación de las leyes en preceptos de mayor justicia y equidad. Desde este punto de vista, la única «ley aceptable, socialmente aceptable, es la que responde a la satisfacción de una necesidad colectiva.
El principio democrático supremo, es el siguiente: el pueblo elige al gobernante para que opere, a través del poder, un cambio en beneficio de la sociedad. Y ese cambio lleva implícito, desde luego, la sustitución de la ley que oprime por la ley liberadora.
El gobernante democrático siempre debe ser un gran legislador y, al mismo tiempo, un gran moralizador. Un conductor de pueblos que suprima las malas prácticas que toda ley va acumulando a través del tiempo, por buenas costumbres. En consecuencia, el buen gobernante es también un maestro que enseña a vivir según principios morales que se fundamentan en todo lo que podemos entender por humanismo, solidaridad y fraternidad.
La fuerza poderosa
Toda gran convulsión social -como guerras, revoluciones o caída de un imperio- pone en duda principios, valores, y hasta doctrinas políticas y religiosas que se consideraban como inamovibles. Por ejemplo, desde que se desplomo el imperio soviético, algunos anunciaron el fin de las ideologías. Un brillante intelectual de ascendencia japonesa anunció la muerte de la historia, y otros, no pocos piensan en el fin de la civilización, como aquel amigo de su infancia que cita Raymond Aaron en sus memorias, que una vez le manifestó, con gran prepotencia, que con el desaparecería totalmente la filosofía-
Los grandes cambios en la geopolítica mundial de los últimos veinte años, nos han traído, entre otros males, un mundo cargado de dudas y ausencia de rumbos claros. Políticos, intelectuales y teóricos de ciencia política que desean una democracia que funcione bien, no han podido encontrar un planteamiento teórico al cual se pueda recurrir para formular planes de desarrollo que garanticen el bienestar general. Todo lo contrario, lo que se aprecia es una fuerza poderosa que impone prácticas políticas y económicas, en nombre de una libertad absoluta de comercio, que no tiene en cuenta el beneficio de las grandes mayorías. Se nos pide derogar todo tipo de ley para que el comercio mundial no tenga tropiezos ni obstáculos. Pero, en nombre de las leyes internacionales de mercado que rigen en la actualidad, nosotros —en un país como el nuestro— no podemos destruir al Estado. Dentro de la confusión y de la ausencia de principios doctrinarios aplicables a nuestro tiempo, pienso que los socialdemócratas costarricenses tenemos dos directrices que pueden marcamos rumbos con gran claridad: nuestra historia, con actitudes ejemplarizantes de pensadores y políticos que nos indican por dónde debemos marchar, y los principios y preceptos morales del socialismo humanista. Lo que somos, como historia propia, y lo que somos como parte de una corriente civilizadora que nos ha nutrido la mente y el espíritu durante cinco siglos.
Estado de tradición
Lo aconsejable es fortalecer el Estado, según nuestra tradición histórica, y procurar la solidaridad social mediante leyes que garanticen el bienestar general. Dentro de la amplitud de esas dos grandes tradiciones, debemos encontrar el camino para realizar todo lo que podemos y apartarnos momentáneamente de aspiraciones totales. Pensar en el futuro siempre, en la justicia social siempre, pero sabiendo que sólo podemos realizar lo posible. Como decía acertadamente Maurice Duverger, para construir un socialismo utópico la primera condición es librarse de ilusiones acerca del socialismo.
De esta manera, debemos luchar por la igualdad, como principio superior, pero sabiendo que no puede lograrse en su totalidad. Si recordamos bien, Oscar Arias propuso el gobierno de la meritocracia, que es un tema que algunos teóricos vienen proponiendo desde hace bastantes años, y que Platón lo planteaba como gobierno de los filósofos. Pero la meritocracia puede ser justa y hasta conveniente, pero no es igualitaria. Los que acumulan méritos suficientes tuvieron oportunidades mejores que la mayoría no pudo obtener, además de desigualdades naturales que los beneficiaron. La habilidad de una persona, así como las oportunidades que tuvo, son factores que han estado lejos de su control. El gobierno de las inteligencias superiores y cultas puede ser necesario y hasta imprescindible en un momento determinado, sin que eso quiera decir que un hombre culto, en todo caso, siempre realizará un gobierno mejor y de mayor alcance democrático que otro que no tenga una cultura superior. La meritocracia es buena, pero el mérito mayor de un hombre, sobre todo de un gobernante, está en su alma y en el recto sentido moral que pueda imprimir tanto en su vida privada como pública y esa es cualidad que ninguna universidad del mundo puede acreditar.
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