La necesaria esperanza

Emrique Obregón
Enrique Obregón Valverde

Los socialdemócratas deberíamos hablar siempre de la política, de las ideologías, de lo que debemos cambiar, de los ideales, y no aceptar —rechazar decididamente— la despolitización que los sectores conservadores quieren darle a todo el mecanismo democrático con su pretensión de sustituir al estadista por el técnico y a los valores por la eficacia. O sea, al estado por la empresa.

El orden público es un fin importante de la política y, al mismo tiempo, el objetivo inmediato del estado. Para que el orden se dé es necesario el poder coactivo del estado. El gobernante representa y recibe por delegación ese poder. El orden no nace naturalmente, es impuesto por la autoridad. La política tiene que ver directamente con el orden, a tal extremo, que el día en que pueda ser posible un orden espontáneo desaparecería la política. Pero este supuesto no se encuentra en la realidad del estado moderno y, posiblemente, nunca se dará. El orden tendrá siempre característica de imposición. En la democracia, es una imposición convenida y aceptada por el pueblo. La única condición es que se dé según lo dispuesto por la ley.

La política es así una forma de actuar que tiene por objetivo el poder mismo. No es, según la entienden algunos en Costa Rica, la actividad proselitista en época de elecciones y de donde se ha desprendido el término «politiquear», que es la acción de ganar adeptos para un candidato y un partido. Desde sus orígenes, o sea, a partir de Aristóteles, la política es el estudio «sobre la naturaleza, las funciones y las divisiones del estado y sobre las varias formas de gobierno, predominantemente en el significado de arte o ciencia del gobierno, de reflexión», de estudio de la actividad humana que se preocupa por los asuntos del estado.

En nuestra época, cuando nos referimos a la política, estamos pensando en la ciencia del estado y hasta en la filosofía política, pero también estamos comprendiendo a la praxis, a la diaria inquietud del ciudadano con todo aquello que tiene que ver con el poder, «con los medios para obtener una ventaja», según lo entendió Hobbes. Por lo que podemos admitir que la lucha del ciudadano es por desprenderse de una situación de inferioridad. Cuando el hombre del pueblo pide derechos reclama un grado superior de bienestar, un poder particular. La lucha política, privada o pública, es siempre por el poder.

La política es legítima, es necesaria, parte esencial del espíritu batallador de los hombres en la esfera de la vida democrática de la actualidad. La ventaja de que han disfrutado por tradición los pequeños grupos económicamente poderosos se filtra hacia los grandes sectores marginados cuando la democracia comienza a funcionar bien. Lo que hay que comprender es que este traslado no se da espontáneamente sino por presión que se desprende de una determinada conciencia nacional. Cuando el pueblo entiende que tiene derecho a un grado aceptable de bienestar, florece la democracia y la política interviene como ese necesario quehacer de los pueblos para obtener —por la lucha constante y consciente— derechos y libertades nuevas, es decir, ventajas de las que antes carecía.

Cuando la democracia se presenta como una realidad posible, cuando la libertad se comprende como el derecho del futuro —como el cambio que debe hacerse— aparecen, simultáneamente, dos fuerzas poderosas y antagónicas: las que reclaman el cambio y las que piden mantener la estabilidad actual. Progresistas y conservadores. El que está bien con la institucionalidad y leyes vigentes acusa de subversivo al que, reducido a condiciones marginales, pretende cambiar esa institucionalidad y esa legislación para obtener una necesaria ventaja que lo equipare a los que hasta ese momento han estado bien. Este cambio nunca se dará por evolución espontánea, naturalmente. Es parte de la conquista popular que revierte el ejercicio del poder hacia sectores cada vez mayores de la población.

La lucha por la libertad va desembocando, cada vez más, en grados mayores de igualdad. Y aquí nos encontramos con una de las diferencias entre la socialdemocracia y el liberalismo. La primera, a través de su libertad, busca la igualdad; el segundo se queda solamente con la libertad. El socialdemócrata, en la democracia, tiene fundadas esperanzas, aun cuando sabe que, en ocasiones, para que se realicen sus propuestas, debe esperar mucho tiempo. El liberal carece de esperanzas;.él solo está conforme con un grado mínimo de libertad que le permita vivir bien.

Pero hay un detalle que podemos resaltar. La socialdemocracia, para que pueda triunfar, necesita de un clima apropiado para la propuesta y discusión de las ideas. Un momento y un espacio para el ideal y la esperanza; un proyecto que agite la conciencia política nacional. Cuando la socialdemocracia duerme, cuando no expone ni discute su pensamiento, cuando no tiene un plan de cambio, de ascender a una etapa superior de más oportunidades para un mayor número, cuando no es capaz de despertar aspiraciones máximas en la ciudadanía, los grupos conservadores triunfarán porque estarán en sus feudos de conformidad total con el estatus. Es decir, cuando la política es plana, achatada por la despolitización de los valores y de clásicas instituciones democráticas, y, además, por el canto de sirenas de la eficacia, la técnica, la frivolidad y el imperio impuesto por la propaganda del mundo financiero.

Cuando la socialdemocracia carece de energías para discutir ideas, ilusiones y proyectos, queda expuesto el campo para el triunfo del más conservador de los planteamientos liberales. La democracia, para sobrevivir, necesita de la esperanza en un futuro mejor para todos, de esa indispensable capacidad de soñar.

Emrique Obregón

Fuente: Raíces

Compartir:

Comentarios Facebook

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *